domingo, 13 de octubre de 2013

El globo de helio

Recuerdo un globo de helio que me compraron mis padres cuando era niña.  Era de Alicia en el País de las Maravillas y tengo grabada la imagen paseando por las calles de Zaragoza en fiestas con mi globo. Pero... ¡no hubo final feliz! En un momento de descuido, el globo se escapó de mis manos y empezó a subir y a subir tan alto que parecía que tocaba las nubes. ¡Cómo lloré entonces! 

Este año, mi hijo mayor me pidió uno. Y mi cabeza lo primero que pensó es en el final de los globos de helio en las manos de los niños. Cuando se lo comprase sería el niño más feliz del mundo, pero en el momento en el que existiese ese despiste y el globo se soltase de su mano y se perdiese para siempre iba a sentirse la persona más desdichada de este planeta.

No sé cuantas veces se lo até a la mano, lo sujeté, le repetí que lo agarrase bien y finalmente el globo no se escapó. Pero me di cuenta que tuvo un final mucho peor. En casa se iba deshinchando, apagando y arrugando hasta finalmente convertirse en todo menos en un bonito globo.

Entonces fue cuando pensé que no hay por qué tener miedo a que vuele y escape de nuestras manos. Leí que un globo de helio en unas condiciones óptimas puede llegar a recorrer miles de kilométros sorteando calles, empujado por el viento y volando a través de las nubes. ¿No es ese mejor final que acabar deshinchado en una casa y en el cubo de la basura?



Lo mismo nos pasa en la vida con cosas que intentamos sujetar para que no vuelen, bien porque queremos que sigan a nuestro lado o bien porque sabemos que si marchan vamos a sufrir. El final es el mismo, sólo cambia el recorrido.